Cuenta un amigo que en las calles de México un día escuchó a un vendedor de ungüentos y remedios caseros ofrecer la compra de "fama y prestigio”. Por supuesto, asomó entre la multitud y buscó hacer tan importante compra. Entre pieles de cocodrilo y hierbas varias, el hombre tomaba en sus manos logotipos bordados de marcas como Lacoste, Polo Ralph Laurent y otras igual de reconocidas y voceaba de nuevo la oferta.
La idea, claro, es coser sobre una camiseta, pantalón u otra prenda el logo de aquella marca con el poder de conceder a su portador prestigio y fama. Ese pequeño objeto le entrega a uno aquello que se suele ganar a través de un permanente comportamiento congruente con sus valores. Habrá de servir para una carta de presentación, pero el prestigio y la fama sólo llegarán después de un tiempo sostenido de actuar de alguna manera que permita confirmar esa congruencia. Estas pequeñas compras lograrían, en teoría, acortar ese camino.
Lo cierto es que no serán el pasadizo prometido, pero es probable que ejerzan de una carta de presentación que, en la mayoría de los casos, sirve -y bien- sólo para reducir resistencias.
El comerciante la tenía clara. Vendía un valor intangible (soft) atrapado en un objeto de escaso valor monetario.
Vendía la manera en que una camiseta corriente y hasta quizá de mala calidad se convierta en una demostración de estatus de la persona que la llevara puesta.
La calidad de la prenda no sería puesta en duda si la marca fuera ubicada a la vista para avalar su fabricación. El fenómeno es interesante: un objeto de poca valía le da valor material y simbólico a otra pieza que en sí misma no lo tiene. No es necesario corroborar la calidad técnica de la prenda ni existe la tentación de hacer una comprobación. La marca habla con autoridad y no hay razones para descreer de ella.
El valor de esa marca reside justo ahí, en ser una suerte de escudo ante la desconfianza y la mirada con perspicacia que busca errores y fallas que nacen cuando su portadora ingresa, por obra suya o no, en un periodo de crisis de reputación.
Es curioso también ese poder, ya que el cocodrilo de Lacoste o el caballito de Polo poseen cero valor fuera de la camisa y ésta ve el suyo disminuido sin el dibujito pegado a la altura del pecho. Pero si un buen día el portador de esa camiseta con el logo recosido actúa de forma lesiva hacia otros o es incongruente con su promesa personal, lo seguro es que ni el caballito de Polo podrán salvarle de una crisis de credibilidad y reputación. Pero, y sólo si fuera una acción aislada, podría conseguirle un mejor trato, al haberse ganado, con comportamiento e imagen, credibilidad a lo largo del tiempo.
Haciendo un símil, sucede igual con la construcción de una imagen integral para una empresa y no sólo para un producto. La marca puede ser muy sólida y reconocida, pero en el momento en que se la asocia a una conducta poco ética (es decir, incongruente con su filosofía), el poder de la marca ayudaría a la disculpa masiva y propiciaría una mejor reconstrucción de la imagen. Sin embargo, si la conducta equivocada es rutinaria, ni la mejor construcción de imagen servirá de ayuda.
La imagen de una empresa construida desde el conjunto de la publicidad y comunicación masiva ayuda a conseguir el poder de esa marca, destilando atributos distintos y muy propios. La singulariza y logra que hable por la calidad de sus servicios o productos respaldándola desde aquella buena imagen acuñada. Y va apoyando a la construcción integral de su reputación, mas no la edifica en solitario.
Pero el comportamiento de la institución, es decir, la unión de la imagen institucional y de su cultura organizacional, es la única que podrá otorgarle fama y prestigio de largo plazo y de forma constante. Y sólo así se gestionará la reputación y ésta servirá para la defensa de crisis y ataques a su honorabilidad. Crisis que siempre deja maltrecha la economía (tangible) de la empresa.
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