A inicios de siglo el sociólogo chileno Eugenio Tironi escribía una nota chica pero potente en la prensa de su país. "Nada será igual”, decía cuando apenas se vislumbraban los cambios que traería el siglo XXI y que harían rodar por los suelos paradigmas de pensamiento que en ese momento se creían sólidamente instalados. Cosas como: el valor de lo técnico, la morfología del poder, la acción del ciudadano, la familia y sus valores, los conceptos de desarrollo y nuestra relación con el ambiente y la naturaleza.
El artículo 71 de la Constitución ecuatoriana es una buena muestra del cambio. Dice a la letra que "la naturaleza o Pachamama, donde se reproduce y realiza la vida, tiene derecho a que se respete integralmente su existencia y el mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos”. Y ¿cómo hace ella (la Naturaleza) para poner en acción sus derechos? Pues a través de "toda persona, comunidad, pueblo o nacionalidad”, quienes pueden exigir el cumplimiento de esos derechos ante cualquier autoridad pública.
Es decir, sobre la base de ese artículo, cualquier persona nativa o no de los bosques donde se hallan los yacimientos no explotados de petróleo en la región del Yasuní, podría demandar incluso al propio Gobierno por querer detener o romper, el ciclo vital del bosque con la explotación de hidrocarburos. Imagino que no habría manera para que el gobierno de Rafael Correa frene esa demanda, pues está respaldada nada menos que en la Carta Magna de su país.
¿Tiene algún ribete técnico, concreto y pragmático este artículo recientemente incluido? Según doctos constitucionalistas, no lo tiene. Pero desde la perspectiva de activistas ambientales, líderes comunitarios y de opinión, el artículo da muestras de un nuevo marco ético en la convivencia entre ecuatorianos.
¿Una broma?
Imaginemos que la noticia de esta inclusión en la Constitución de Ecuador se producía en medio de la década de los años 90. Lo más probable es que la mentalidad tecnócrata de entonces hubiera tildado a la iniciativa de loca o excéntrica, quizá incluso la habrían asimilado a una imaginativa broma. Porque los elementos que conformaban el paradigma tecnocrático habrían impedido visualizar a la Madre Naturaleza como una entidad, a la par de un ser humano. La Naturaleza habría sido escrita sin mayúsculas y puesta dentro de las acciones específicas de una política pública, pero jamás como un sujeto en la Ley de leyes.
Un cambio así es el resultado de una transformación en todas las áreas de la sociedad, que se cuela hasta en sus rincones más chicos y olvidados. Si han cambiado las formas de pensar de gobernantes, líderes, ciudadanos, ¿por qué no pensar que mutaron las categorías con que pensamos el mundo comercial y económico?
Pensemos, por ejemplo, en la telefonía móvil, en internet. ¿No han dejado de ser productos y se vienen convirtiendo en derechos para el buen vivir? Y si en esa pregunta todavía quedan dudas para dar un contundente "sí”, trasladémosla al agua, la energía eléctrica y el gas. Está claro que se debe pagar por ellos, pero su acceso se convierte en un derecho y es ahí que se cruzan las fronteras de lo pragmático y lo técnico, pues no hablamos de cantidad de kilovatios, sino del derecho a tener un servicio accesible y de calidad; dos elementos que van más allá de los derechos del consumidor como los concebíamos en el siglo XX.
Las variables dejan de ser técnicas, medibles y se vuelven éticas. Las preguntas girarían en torno a si ¿está bien o mal que los pobladores de tal comarca alejada tuvieran o no acceso la telefonía? Y no si esa aspiración es factible técnica y comercialmente.
El giro es importante porque permite entender a los clientes en su cualidad de ciudadanos y desde ella reconocer sus exigencias que no sólo son transaccionales o aspiracionales, sino también éticas. Incluir estas categorías por ahora tan poco visibles, es uno de los mayores retos de empresarios y expertos en marketing en el país.
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