martes, 8 de marzo de 2016
La economía trucha
Debe pasar algo raro en la sociedad cuando a sus ciudadanos se les hace difícil encontrar la diferencia ente lo legal y lo ilegal, entre lo lícito y lo ilícito o, simplemente, entre lo que es bueno y lo malo. Hay algo incómodo en ver cuando las personas se hacen insensibles al delito, cuando ven la ilegalidad como algo normal, cuando transgredir la norma se hace cosa de todos los días.
Una de ellas es la comercialización de productos culturales falsos, lo que la imaginería popular ha bautizado como “truchos”. Hoy, bienes como los libros falsos, es decir fotocopias de libros que son populares o medianamente exitosos, se venden por doquier, casi a cada paso, en las mismas narices de la Ley y de Impuestos Nacionales. Los podemos ver acogidos en las plazas o paseos de las ciudades de Bolivia o dentro de las propias instituciones estatales; así, no es raro que la propia Alcaldía promueva ferias de libros donde la mayoría de los puestos de venta ofrezcan libros que son una devaluada fotocopia, tanto importa que sea de autores nacionales o extranjeros, tanto se puede hallar un libro trucho de una novela de Mario Vargas Llosa como una lectura obligatoria de secundaria de Isabel Mesa de Inchauste; tanto una obra histórica del bolivianista Herbert Klein como un libro de Federico Nietszche, tanto las tiras cómicas de Mafalda como un recetario de cocina.
Al negociante trucho poco le importa el origen, el autor o el título de los libros: su trabajo es vender y ganar dinero a costa del trabajo de los demás, en este caso a costilla de los escritores.
En todas las épocas los intelectuales han sido explotados, o su trabajo ha sido mal remunerado. En general, los escritores han vendido y venden su trabajo a una editorial que, bajo la hipótesis de que las ideas contenidas en el libro son menos valiosas que las hojas que componen el libro, otorga una pequeña parte de sus ingresos por ventas a los escritores, que tienen que sobrevivir con esas migajas. Por ello sería que Camilo José Cela dijo en “La Colmena”, uno de sus libros más afamados, que “el escritor es bestia de aguantes insospechados, animal de resistencias sin fin, capaz de dejarse la vida a cambio de un fajo de cuartillas en el que pueda adivinarse su minúscula verdad”.
Sin embargo, con el libro trucho ocurre algo en verdad peor: el escritor no recibe ni siquiera esas infames migajas que le reparte el angurriento empresario. El autor no recibe ni un solo centavo por su obra. Toda la ganancia se va al fotocopiador de libros que, feliz con la ausencia de Estado y con la mirada admirativa y condescendiente de la sociedad, logra ganancias a costa del trabajo de otros, ni más ni menos que como si estuviéramos en el esclavismo.
Esta forma de esclavismo —que se esconde y se justifica detrás de la máscara de que se trata de personas pobres que no tienen otro ingreso para sobrevivir— hoy ha formado una próspera sociedad, diríamos, internacional, globalizada, donde hay un grupo de empresarios que se encargan de la copia del libro, otros de su distribución y otros de la venta al menudeo, sin duda con buenas ganancias, que no llegan en ningún caso a los autores de los libros.
Lo grave de todo esto es que la sociedad no sanciona este tipo de actividad y menos el Estado la condena, sino que hasta la promueve bajo el criterio de que la cultura debe ser barata y mejor si es gratuita, desconociendo los derechos a un trabajo justo y remunerado de escritores e investigadores que tuvieron el grave pecado de producir buenos libros para que otros se aprovechen de ellos.
Con el libro “trucho” ocurre algo en verdad peor: el escritor no recibe ni siquiera esas infames migajas que le reparte el angurriento empresario. El autor no recibe ni un solo centavo por su obra. Toda la ganancia se va al fotocopiador de libros que, feliz con la ausencia de Estado y con la mirada admirativa y condescendiente de la sociedad, logra ganancias a costa del trabajo de otros, ni más ni menos que como si estuviéramos en el esclavismo.
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