Hace un par de semanas, una estación de televisión estadounidense apartó, de las cámaras y del canal, a una periodista que agredió a la controladora de boletos de un parqueo cuando ésta le pidió entregar algún documento. Curiosamente, ella también utilizó el mismo tipo de ofensa: "Sabes nena, yo gano en una semana lo que tú en un año...”, y luego hizo gala de ser periodista.
Antes de las cámaras implantadas en lugares públicos y la masiva tenencia de teléfonos inteligentes, este tipo de altercados quedaban encubiertos en el anonimato, eran privados, pero hoy son públicos. Esto último es clave. Ayer, cuando los comportamientos eran cosa de cada quien, hoy lo son de muchos y, cuando eso sucede, ese "cada quien” deja de ser sólo un individuo y pasa a representar, quiéralo o no, a una comunidad, una cultura, un colectivo o una empresa. Esa es una de las maneras de hacer público lo privado.
Sumar a la pequeña notoriedad de una persona, por ser parte de una institución o colectivo conocido, un comportamiento alejado de las buenas formas, da por resultado que una discusión de dos se viralice y llegue hasta a los medios masivos tradicionales arrinconando a las organizaciones y asimilándolas a códigos sociales catalogados de buenos o malos.
Por ello, el hombre que insultaba no fue consultado, sólo apartado de la organización que juzgó conveniente deshacerse de un potencial problema y demostrar su firme creencia en el respeto y la gentileza con el ciudadano; así no podría ser atacada de incongruente ni su campaña de valores ciudadanos se pondría en riesgo. No resultaba tan difícil siendo un contratista que apenas tenía nueve meses en la empresa. El caso de la periodista es más profundo, el canal televisivo, como casa periodística, debió dar una señal de que el uso del estatus de "periodista” para el abuso no es algo con lo que estén de acuerdo.
En este mundo desnudo ante las redes, los comportamientos que soporta la cultura organizacional de una institución la trascienden, sus colaboradores no deben cumplir con las normas y políticas puertas adentro solamente, también fuera, e incluso en los espacios que parecen tan íntimos y privados. Una nueva tarjeta de presentación se suma a la de cartón con el nombre y el cargo: cómo plasman sus valores en actos directivos y empleados. Y a la larga esto debería incluirse en los contratos, en especial para quienes son contratados como "imagen de la marca”.
Y así como con esto nacen nuevas oportunidades de asentar una buena imagen, mostrando congruencia entre discurso y acción, también se vislumbran nuevas formas de crisis, si, por ejemplo, la decisión de separar a quienes muestran comportamientos criticados o contrarios a los valores de la institución no fuera fácil (como en el caso del contratista o la periodista), la institución debiera asumir comportamientos individuales como institucionales. Una tarea difícil, pues aún en la mente de los líderes existe una clara división entre aquello que hago yo en mi casa y en mi barrio, y aquello que hago en la oficina. Esas distancias están desapareciendo. El reto está en incorporar planes y estrategias para lograr generar conciencia entre las filas internas sobre cómo el comportamiento individual ha dejado de ser privado y tiene el poder de construir o destruir, como un ladrillo sobre otro, la reputación de una empresa.
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